Las islas
Canarias están situadas en mitad de la ruta marítima que lleva, a través de las
corrientes oceánicas, desde Europa hasta América. Es algo que sabía Colón, y
que hizo que, en su primer viaje, la flota de carabelas se detuviera en el
archipiélago antes de marcharse a “descubrir” definitivamente el nuevo mundo.
Muy poco se sabe de los pobladores primitivos de las islas antes de la llegada de los europeos. Tan sólo antiguas tradiciones, algunos pocos restos arqueológicos.
Para el
conquistador, lo fácil siempre es tachar al conquistado de salvaje. Se suele dar
por hecho que una civilización reducida por las armas es también víctima de su
inferioridad intelectual, y esto sí que es una barbaridad. ¿Qué decir de la caída del Imperio romano, por ejemplo, a manos de las tribus germánicas?
En Canarias, las
pirámides de Güímar, situadas en la isla de Tenerife, son un ejemplo de ello.
Para Thor
Heyerdahl, el investigador que fue capaz de arriesgar la vida para dar con la
verdad en las narices a quienes creían imposible cruzar el Pacífico en una
balsa, eran algo más que simples mojones, que montañas de piedras acumuladas en un
lugar concreto por los agricultores. Defendía, como lo había hecho antes en
Polinesia, que en la Antigüedad había existido algún tipo de contacto entre
Europa y América, y que las Canarias, tan estratégicamente situadas, habían
sido un lugar de paso. Las pirámides de Güímar podían ser una prueba, o al
menos un indicio.
¿Qué impide pensar
que esto fuera así? ¿Que no quede constancia escrita? ¿Qué solo haya leyendas,
como ocurría con Troya?
Por supuesto, eso
supondría dar al traste con lo que sabemos de historia. Tener que reescribir es
siempre un trabajo fatigoso. No quedan pruebas, dirán, como si las pocas
que hay no fueran suficientes. Después dirán que es imposible, como dirían que para los faraones habría sido imposible construir grandes pirámides o templos si no hubieran encontrado restos completos dispuestos para su estudio.
Pensar en lo que defiende Heyerdahl es una vía de trabajo, nada más. Pero empeñarse
en negar y cuestionar las posibilidades del hombre, bastante cerril y, como poco, absolutamente improductivo.
Implica, como se
ha dicho antes, subestimar a los antiguos. Elevar aún más a otros, también
antiguos, pero que escribieron la historia. Que la modelaron a su modo. Que la siguen inventando, ante nuestras narices. A base de mentiras, en ocasiones, y de soberbia, en muchas otras.
El mundo, afortunadamente, para el que quiere verlos y para el que no, está aún lleno de enigmas.
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