Abraham Lincoln murió
en 1865, durante una representación teatral. Su asesino, un actor simpatizante
del Sur, burlaba la presumiblemente férrea seguridad del presidente, y le
descerrajaba un tiro en la cabeza que a las pocas horas acabaría con su vida.
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Abraham Lincoln (1809-1856) |
Era éste, sin duda, un
final digno de una figura enigmática, llena a partes iguales de grandezas,
miserias, y preguntas todavía hoy sin resolver.
Existe un Lincoln héroe
de los antiesclavistas; un Lincoln cuyo fantasma se pasea aún hoy por la Casa
Blanca. Un Lincoln que pudo haber sido homosexual; un Lincoln espiritista que
vivió la Guerra de Secesión entre apariciones y visiones premonitorias, y en la
ficción, la maravillosa y grotesca ficción de algunos locos, hay incluso un
Lincoln cazavampiros, que eleva el mito hasta situarlo –con algunas reservas
que irá despejando el tiempo– a la altura del Cid, de Robin Hood y otros héroes
populares cicatrizados en superhéroes.
Todos hemos oído hablar
de las coincidencias de datos con Kennedy, el otro mártir de la democracia
americana. Aunque sorprendentes, no dejan de ser un juego para creyentes.
Fechas, edades, números, circunstancias diversas… A veces parecen más una
maniobra de despiste que otra cosa. Un intento del conspirador por alejar las
pistas que conducen a él y situar al culpable en el territorio etéreo y confuso
de lo sobrenatural.
Pero la verdad es mucho
menos compleja, o al menos mucho menos fantástica. Es una verdad del aquí y el
ahora, que se resuelve mirando a nuestro alrededor y tratando de comprender los
mecanismos que rigen los grandes asuntos.
Detrás del asesino de
Lincoln, como detrás del de Kennedy, hay poderes oscuros que van más allá de
los pobres diablos que presuntamente apretaron el gatillo.
Hay ese poder en la
sombra del que hablan algunos libros.
Hay esas sociedades
secretas que tan alegremente se caricaturizan en libros de gran éxito, que son –o
eso nos parece– como los anuncios de ciertas cadenas
comerciales, que utilizan el dinero gastado en publicidad como moneda de cambio para no aparecer en los
espacios destinados a noticias, donde su imagen, de contarse allí la verdad del día a día, podría verse gravemente perjudicada…
La verdadera y única
coincidencia entre Lincoln y Kennedy son esas balas que atravesaron sus
cabezas. Balas destinadas –parece claro y evidente– a evitar que esas cabezas
pensaran por sí mismas.
Un aviso para
navegantes.
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