El cielo ha
cambiado mucho en las últimas décadas, sobre todo en las grandes ciudades y sus
alrededores. Al llegar la noche, y mirar hacia arriba, uno puede considerarse
afortunado si, en un día despejado, consigue ver cinco o seis estrellas, e
incluso alguna constelación.
Los antiguos quisieron reflejar en la Tierra lo que veían al mirar hacia arriba. |
Son
contrapartidas del mundo moderno, que confirman algunos de los temores que
suscitó la aparición de la luz eléctrica allá por el s. XIX.
Pero en la
antigüedad, desde el inicio de los tiempos, el cielo nocturno era un
espectáculo capaz de sobrecoger a cualquiera. Las estrellas conformaban un
tapiz inmenso, que abría la imaginación a todo tipo de interpretaciones.
Dioses, mitologías, posibilidad de adivinar el futuro. Aquel telón mágico,
aparentemente inmóvil, no permanecía quieto un segundo. Además de los cometas,
existía un movimiento casi imperceptible y muy lento, que hizo sospechar a
algunos que la tierra que pisaban podía ser también, como los astros, un objeto
redondo.
La arqueoastronomía
se dedica a investigar en torno a los conocimientos astronómicos de los
antiguos, ya sea a través de las herramientas que utilizaban, a través de lo
que al respecto dejaron escrito, o a través de otro tipo de elementos –como
monumentos, o leyendas– que se sospecha que fueron influidos por este tipo de
conocimientos.
Se ha hablado
mucho del carácter astronómico de yacimientos megalíticos como Stonehenge. De
esas piedras verticales, alineadas en círculos, que para algunos expertos
constituye una especie de calendario. También de las pirámides, y otros
monumentos del antiguo Egipto, supuestamente alineadas de forma coincidente con
la constelación de Orión (ya hablaremos en su día de Graham Hancock y sus teorías, sus aciertos y sus errores).
Mucho se está
hablando de los mayas en los últimos tiempos. Fueron grandes astrónomos, como
los chinos o los árabes, que supieron dar una aplicación práctica a sus
investigaciones, y convirtieron las constelaciones en un mapa para navegar por
el mar.
Hay muchas
leyendas en torno a estos asuntos, y quizá una de las más interesantes sea la
de los dogones, ese pueblo africano de origen incierto cuyos conocimientos
astronómicos han sorprendido enormemente a los investigadores, que no se
explican cómo podía saber tanto del Cielo un pueblo en apariencia tan atrasado
tecnológicamente.
Los más
imaginativos hablan de visitantes de otras galaxias. De dioses que en realidad
serían viajeros espaciales que, como los conquistadores españoles en América,
habrían traído una nueva civilización al planeta.
Sea como fuere,
un cielo nocturno debidamente alumbrado es capaz de convencer a cualquiera,
incluso al más escéptico, de que la naturaleza por sí misma es el mayor de los
misterios.
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