Dejemos a un lado
la mística. Apartemos lo oculto. La sabiduría que encierra cada piedra, cada
forma, cada medida, y que quiso mostrarnos Fulcanelli en su inmortal tratado.
Vayámonos a alguna de esas capitales de provincia de cualquier punto de la
vieja Europa; marchémonos al centro, a los barrios medievales, e
introduzcámonos, con la humildad de un peregrino, en su catedral.
No hará falta
pensar nada. Ni estrujarse los sesos, ni recordar nada de historia, de arte o
de arquitectura. Nada más poner el primer pie en su interior, nos habremos
transformado. Dejaremos de ser un simple mortal bípedo, con inquietudes y
angustias y miedos, y pasaremos a ser algo insignificante, un minúsculo
individuo enfrentado a la inmensidad del Universo.
El interior de la
catedral es, en su nave central, una representación del Cosmos. La oscuridad,
el vacío; las estrellas y las galaxias son la luz penetrando por los vitriales.
El silencio, los ecos de conversaciones próximas, de pasos que nos acompañan pero
no vemos. De rezos. Miramos hacia arriba y sentimos vértigo. Miramos hacia el
suelo, y hallamos algunas respuestas.
Pero pocas, si no
somos iniciados. Algunos sólo podemos conformarnos con disfrutar de la belleza,
de la poesía de las matemáticas. Las correlaciones, las longitudes perfectas,
representaciones de números divinos, de geometrías que intentan hablarnos. Es
necesario estudiar mucho, y dedicarles mucho tiempo. Algunos mueren en el
intento.
Me gusta
imaginar, cuando pienso en catedrales, qué es lo que podría sentir un hombre
medieval al ver, de lejos, una catedral. Desde el campo, desde la naturaleza
salvaje que lo rodeaba día a día, con sus hambrunas, sus miserias, sus
brutalidades, aquellas torres puntiagudas, aquellas piedras labradas y plagadas
de símbolos, debía ser una especie de refugio. Como dicen los expertos, un
libro en el que leer, en el que reconfortarse. También en el que aprender que
hay cielo, pero también infierno. Un monumento a la sabiduría, un best seller,
en un tiempo en el que los libros eran propiedad de una minoría, encerrada en
los monasterios.
Chartres, Burgos,
Toledo, Amiens. La de Cuenca, que fue erigida siguiendo el modelo francés.
Todas encierran sus misterios. Hay quien dice que la disposición de todas
ellas, vista desde el cielo, conformaría un mapa de las constelaciones. No lo
sé. Tampoco quién las diseñó, quién exactamente daba las instrucciones. Aquél
era un mundo de anonimatos, sin figuras que destacaran, como el del Temple.
El caso es que
todas ellas constituyen un legado maravilloso, casi inabarcable; un testimonio
grandioso y complejo de la sabiduría del Medievo, que durante tanto tiempo fue
silenciada a favor de otras épocas.
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