De
Carlos V se ha escrito mucho. No en vano, es uno de los personajes más
relevantes de la historia. Protagonista de la época que cambió el mundo para
siempre, tal vez uno de los hombres más poderosos de todos los tiempos, acabó
sus días con una renuncia ejemplar, casi diríamos que poética, abdicando de los
cargos por los que tanto había luchado de joven ‒el cargo de emperador, sobre
todo‒ y abandonando el mundo para ir a retirarse a un rincón perdido y agreste
de la península Ibérica: el bello paraje de Yuste.
Carlos V representado por Tiziano en su obra "La gloria" en la que aparece, ya muerto, clamando por acceder al cielo de los justos... |
Queda
por escribirse aún el libro que narre como merece aquel abandono, aquella
renuncia y huida al «no-mundo».
Se
cuenta que ya de por sí el viaje fue largo, deliberadamente prolongado. Que el
emperador quería atravesar la península sin hacer mucho ruido, y que solo
consentía recepciones y fastos imperiales a su paso por petición expresa de sus
consejeros, que le recordaban el cariño que le profesaban las gentes y el
entusiasmo que había por verle y homenajearle.
Se
dice que en los últimos kilómetros de aquel viaje estaba tan empeñado en llegar
lo antes posible a su destino que obligó al cortejo a atravesar la sierra por
el camino más recto, el más difícil.
Y
la pregunta que se siguen haciendo los investigadores es: ¿Por qué Yuste? ¿Por
qué aquel rincón tan apartado, tan solitario, tan agreste?
Quien
haya tenido la suerte de visitarlo, sabrá que se trata de un paraje enormemente
bello.
Está
rodeado de bosque, de montes que ejercen allí como una suerte de cercado
natural.
Apartado
de los principales caminos, a los pies de la que Unamuno llamó «la espina
dorsal de España», esto es, la sierra de Gredos.
Es
una tierra que perteneció en tiempos a los vetones.
El palacio de Carlos V en el monasterio de Yuste (Cáceres) |
Una
tierra fronteriza, como la que rodea los dominios de El Escorial ‒aquellos que
el hijo del emperador Carlos, Felipe II, escogería también hacia el fin de sus
días para homenajear a su padre y al «no-mundo»‒, en la que quedan restos
abundantes de aquel pueblo tan antiquísimo y misterioso, cuyos dominios siguen
hoy custodiados por los también enigmáticos verracos.
Yuste,
lo mismo que el emperador Carlos, tiene múltiples lecturas.
Es
una bella y coqueta casita renacentista, al estilo de las de la campiña
italiana; también es el retiro eremítico de un hombre harto de la vida mundana
y prosaica de las responsabilidades, que decide alejarse de todo, y de todos, y
que busca, como dicen las crónicas, bañarse con el sol de aquellas tierras en
los meses más fríos, y acogerse a la sombra de los árboles y la espesura de los
bosques para pasear cuando apriete el calor en verano.
Pero
también fue, como lo sería más tarde El Escorial, un centro de saber oscuro,
misterioso.
Ejemplo
de ello sería su colección de relojes, a cargo del relojero real y científico
Juanelo Turriano.
Carlos,
como buen renacentista, trataba de conciliar la ciencia divina y la ciencia
material y con ese fin se llevó hasta Yuste a aquel sabio tan importante de su
época ‒mencionado por Kepler en sus escritos, por ejemplo, y participante de la
reforma del calendario gregoriano, esa que tanto nos dio que hablar en La conspiración del tiempo fantasma‒, al que mandó construir varios relojes
astronómicos y varios estanques de agua provistos también de mecanismos para
cuantificar el tiempo y el movimiento de los planetas.
Ese
movimiento de los astros, no lo olvidemos, sirve, en astrología, para conocer
el presente, el pasado y el futuro: ni más ni menos que el poder atribuido, por
no ir muy lejos, a la Mesa del rey Salomón.
¿Era
Carlos, como luego sería su hijo, alguien convencido de ser el heredero de
aquel mítico monarca?
Juanelo Turriano uno de los hombres de ciencia más importantes del Renacimiento, que el emperador Carlos quiso tener muy cerca... |
Nos
parece lógico, y hasta exigible en alguien de su alcurnia, el buscar ese saber,
ese poder sobrenatural del que tan insistentemente se habla en el Antiguo
Testamento.
Sin
entrar en los fenómenos sobrenaturales que rodearon su muerte ‒pájaros que
ladraban, sombras extrañas de seres embozados que hacían presagiar su último
aliento‒ sí que había magia, o hechos similares a la magia, en aquellos últimos
días en el monasterio.
Se
sabe que el emperador mandó a Tiziano retratarle en un cuadro como un hombre
desnudo, de a pie, sin corona; que tras un ensayo de su propio funeral, que
había ordenado ejecutar a sus sirvientes y al resto de la corte, se pasó horas
mirando fijamente dicho cuadro; que de pronto, mientras se observaba a sí mismo
y a su familia, representada en aquella pintura, comenzó a sentirse mal.
Rápidamente mandó a su gente preparar su cuarto ‒estratégicamente situado junto
a la basílica del monasterio‒, y que poco después, recordando tal vez a la que
había sido el gran amor de su vida ‒la desdichada Isabel de Portugal, muerta
con tan solo treinta y cinco años‒ moría entre rezos, plegarias, y el silencio
de los bosques y valles de Extremadura…
Ese
cuadro, el de Tiziano, guarda grandes y profundos secretos.
Javier
Sierra sabe algunos, pero no todos, y es que es habilidad del mago el saber
conservarlos y mantenerlos alejados de los no iniciados.
Tiziano,
sabemos, estaba obsesionado también por los relojes, como el emperador, y los
representaba en sus pinturas siempre que podía.
¿Qué
relación guarda aquella pintura con el genio del emperador, su extraña muerte,
aquel cúmulo de fenómenos paranormales que tuvieron lugar en los momentos
previos y posteriores a su agonía?
Es,
como poco, una señal del «no-mundo», una de esas puertas que rodean a estos
extraños personajes que tanto nos apasionan. Lo mismo que el paraje de Yuste.
Tal
vez haya que ser, o convertirse, en uno de ellos, para poder comprenderlos en
su totalidad, en su absoluta maravilla…
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