Hablar
de Felipe II y su entorno es hablar de ambigüedad. Es hablar de ortodoxia
católica y de herejía; de inquisición y de sectas transgresoras (todo a la vez), y de
personajes que, como él, parecen ir siempre caminando al borde de la fina línea que
separa ambas posturas espirituales.
Uno de los muchos retratos que encargó en vida Benito Arias Montano (Francisco Pacheco, Libro de descripción de los verdaderos retratos, Madrid, Biblioteca de la Fundación Lázaro Galdiano) |
Su
gran obra, El Escorial, se ve impregnada por la misma aparente paradoja.
Símbolo del poder imperial, del concilio de Trento, es, a la vez, un templo
iniciático que mira al monte sagrado de Abantos, en plena Sierra del Dragón, y
que en sí mismo, en su estructura, ofrece múltiples lecturas desde el punto de
vista de la alquimia, de la geometría sagrada y del culto pitagórico a la razón
numérica.
Otro
de los grandes enigmas de los grandes enigmas de aquel edificio (fruto, a su vez, de esa misma ambigüedad heterodoxa de su inspirador), es su
biblioteca. En ella, el rey ocultista quiso recoger todo el saber de su época
sin olvidar, por supuesto, lo relativo a las ciencias sagradas, las ciencias
ocultas. Para ello, encargó a uno de los grandes sabios de su tiempo, Benito
Arias Montano, la dirección de la inmensa colección de libros y documentos que llegaron a albergar sus
dependencias.
Arias
Montano nació en Fregenal de la Sierra en 1527. Fue, desde joven, un portento
del estudio y de la erudición que acabó pronto formando parte de la élite
intelectual del reino. En 1562 participaba en el concilio de Trento, ese que
pretendía poner freno a la reforma protestante y que acabó sentando la postura oficial sobre la doctrina católica y las Sagradas Escrituras. Fue tras su brillante actuación
en él que recibió el encargo de dirigir una versión de la Biblia conocida como
la Biblia Políglota de Amberes, otro de los grandes proyectos de Felipe II.
Aquella
traducción, repleta de notas y de novedosos cambios de sentido de muchos
pasajes respecto a las traducciones canónicas, como la Vulgata, harían que el
erudito se colocase en el disparadero de la Inquisición, celosa siempre de esta
clase de liberalidades.
Fue
también la forma en que Arias Montano entró en contacto con una de las sectas
religiosas más influyentes del momento, la conocida como Familia Charitatis. De
ella formaba parte el impresor de la obra, el flamenco Cristóbal Palatino. Esta
secta, fundada en Holanda pero extendida por toda Europa en aquellos tiempos, promovía el amor y la caridad como enlace con la divinidad, y tuvo
bastante éxito entre una parte selecta de la intelectualidad de la época, que compatibilizaba su
pertenencia a ella con la práctica oficial del catolicismo o del protestantismo.
Pero
su pertenencia a nuestros moradores del «no-mundo» se debe a otra
circunstancia, algo que definió su vida íntima, privada, pero que no ha
escapado a sus biógrafos; tampoco de aquellos que se aproximan a su figura
desde los territorios del misterio.
Fue
su obsesión por un lugar particular de su tierra, la conocida como «peña de
Aracena».
El paraje de Alájar, conocido ya para la posteridad como la Peña de Arias Montano, en honor al erudito y su afición a pasar allí largas jornadas de estudio y reflexión... |
Se
trata de un lugar mágico, situado en la localidad de Alájar. Juan García
Atienza destaca de él el que esté ubicado en el centro de una comarca llena, a
su vez, de otros centros de poder, restos de megalitos y antiguas deidades, y el recuerdo de la
influencia y el interés que mostraron por ella ni más ni menos que los caballeros templarios.
A
ella acudía el erudito cada vez que sus obligaciones con el rey y sus estudios
se lo permitían; añoraba como nada la soledad de aquel lugar, en el que se hizo
construir una vivienda, y fue allí donde se retiró varias veces para continuar
con sus trabajos a espaldas del mundo, puede que influido por el poder del paraje, hoy en día un
centro de peregrinación popular y de diversas leyendas vinculadas a lo oculto y lo
mágico.
Benito
Arias Montano moría en Sevilla en 1598. Detrás de sí dejaba una obra ingente,
de perfecto humanista y erudito, pero también innumerables enigmas. Ya fuera durante su estancia en El Escorial, o en aquel paraje agreste de la peña de Alájar, se comportó siempre como un auténtico morador del «no-mundo», con la vista puesta en quién sabe qué asuntos que requerían de la soledad, de la complicidad de los lugares mágicos y de poder...
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