por
Marcus Polvoranca
Sucede
con la música, con las películas; también con la literatura. Algunas obras
desearía uno no haberlas leído aún para poder revivir el disfrute que se tuvo
al abordarlas por primera vez.
Esa
sensación maravillosa del descubrimiento, de identificación absoluta con una
narración; de verse arrastrado por las páginas como si no hubiera nada a
nuestro alrededor y que aquella noche cálida, plácida en mitad de una ciudad
europea de finales del siglo veinte, segura, confortable ‒una noche de agosto,
que fue cuando tuve el placer de leer Narración de Arthur Gordon Pym‒ se
transformase en mi imaginación en la cubierta de un barco, y las peripecias de
aquel personaje que todos los críticos han venido a identificar sin excepción
con el propio autor, con Edgar Allan Poe, en el hilo a desenrollar que me
llevaría a pasarme horas y horas leyendo hasta el amanecer, perdido
completamente el
sentido del tiempo.
sentido del tiempo.
Yo
era joven entonces, como el protagonista, y apenas me importó que el final
fuera tan extraño y tan, de alguna manera, inconcluso. Un inconveniente ‒o si
se quiere, fallo‒ que a un gigante como Poe se le perdona, y que en mi opinión
de entonces ‒también en la de ahora‒ no resta un ápice de interés a una
historia que tiene fuerza de por sí, y que se escapa, como toda gran obra, de
las reglas impuestas por el género.
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No
sería necesario, pero es quizá conveniente, recordar que grandes lectores ‒y
escritores‒ que llegaron detrás, han rendido tributo incesantemente a esta novela; desde
Lovecraft, hasta Verne ‒e incluso mi adorado Stevenson‒ han querido continuar
el legado que se abre con Narración de Arthur Gordon Pym, ese género intermedio
entre la pura aventura y el misterio, con tintes de novela gótica y terror, y
han seguido inoculando el veneno de las aventuras marítimas de tinte oscuro ‒si
se me permite el adjetivo‒ en tantas y tantas generaciones de lectores que
hemos venido llegando posteriormente.
Misterios
del mar, tribus desconocidas, islas inquietantes, civilizaciones perdidas y la
mismísima Antártida, recorren la narración y nos convencen ‒como otros clásicos
imprescindibles‒, de que no somos en absoluto modernos, y de que muchos de esos
temas que tomamos como propios y nos fascinan ‒con razón‒ y tanto ‒también‒ nos divierten,
vienen siendo trillados desde hace muchísimo tiempo, al menos ‒y que me
perdonen los precursores, pues no tengo aquí mucho tiempo‒ desde Edgar Allan
Poe.
Permítanme,
pues, que les recomiende esta novela; que les envidie si no la conocen y va a
ser ésta la primera vez que la lean. Quizá sientan, como yo, al hacerlo, que ya
la conocían de antes, y quizá, como yo también, sientan eso mismo, al
terminarla, que dice Julio Cortázar en el prólogo de la edición que tengo ahora
delante de mí, y que fue la que leí por primera vez hace años: eso de que al
final el propio autor, Poe, parece desbordado por lo que le dicta su
imaginación y quizá, como intuye aquél, el final inconcluso con que finaliza el relato se debe a una
suerte de terror, de miedo a uno mismo y a no saber a dónde le lleva la propia
historia, lo que esa mente genial y un poco perturbada le va dictando. Quién sabe de qué oscuras e inabordables profundidades del alma...
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