martes, 15 de enero de 2013

LA MAGIA DE TOLEDO, LA CUEVA DE HÉRCULES Y LA MESA DE SALOMÓN




Toledo lleva en pie como orgulloso asentamiento humano que desafía al visitante desde la Edad de Bronce. Pocos lugares del mundo acumulan tanto pasado en tan poco espacio, y pocos, también, se empeñan de la misma manera en ponérselo muy difícil al forastero. El clima parece siempre duro (aunque en realidad no lo sea), las cuestas, muy empinadas, y las calles, si uno gusta de la soledad y evita cuanto puede a los guías turísticos y sus rebaños de ovejitas con cámaras digitales al hombro, pueden resultar incluso hostiles. 
Callejuela del centro de Toledo
Hay veces que Toledo parece una ciudad muerta, dormida, como a punto de sorprender al intruso con una emboscada.
Siempre me ha parecido que en esta ciudad todo está sugerido. La belleza no es tal si uno no pone voluntad en descubrirla. Es como en un cuadro impresionista, donde se exige la complicidad de quien lo admira. Allí, en Toledo, nos pintan las murallas y las almenas, nos colocan el castillo y las agujas de la catedral, y nos dicen "ale, el resto póngalo usted y su imaginación". Lo cual no siempre ha de ser un inconveniente.
El punto de partida de la aventura puede estar en cualquier sitio, por ejemplo, en una noche de invierno con niebla. Una niebla densa, espesa, cubriendo esos callejones de empinadas cuestas. Enseguida  comenzará a escucharse un murmullo lejano, de ceremonias paganas o ritos prohibidos por la Inquisición, antorchas llameantes, tipos misteriosos que nos escrutan ocultos tras el embozo de su capa. 
Cuando estemos a punto de dejarnos poseer por la inquietud, una mano amiga nos invitará a ponernos en marcha. Nos dirá, con buen criterio, que el Toledo que buscamos está debajo de nosotros, bajo las calles y casas, los palacios encantados y las iglesias, conventos, sinagogas y mezquitas. En cuevas como catacumbas, que han ido horadándose a lo largo de los siglos y que, según algunos, conectan la ciudad con lugares situados a leguas de distancia, albergando tesoros maravillosos aún por descubrir.
Entre ellos, el más famoso e ilustre es el de la Mesa de Salomón, traída a la capital del Imperio por los reyes visigodos, y custodiada más tarde por los árabes cuando éstos conquistaron la Península.
Habría sido escondida por los primeros en la conocida como Cueva de Hércules, una gruta artificial abierta en el subsuelo de la ciudad bajo la desaparecida iglesia de San Ginés, y que para algunos investigadores fue quizá el más antiguo templo fenicio de la Península ibérica. Otros, más descreídos, aseguran que no fue más que un depósito de agua construido por los romanos, en torno al s. I.
Entre media, decenas de teorías. Alquimia, cábala, Hércules y demás mitología que vale la pena estudiar.
Pero siempre con fe, que es como se puede llegar a apreciar esta ciudad, la Roma española, dicen, no siempre del todo apreciada.

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