Solemos calificar
ciertos hechos de «leyendas» con el fin de restarle importancia a sus
implicaciones más terroríficas. La realidad ‒sabemos en el fondo‒ es mucho más compleja
de lo que nos gustaría en ciertas ocasiones, cuando, caída la noche, la
oscuridad y el silencio nos sorprenden en algún paraje solitario, agreste,
lejos de la civilización y de sus luces y ajetreos cotidianos…
Esto que venimos a
contarles es una de esas «leyendas», o eso dicen.
Una leyenda urbana, que
es como decir que se trata de una leyenda moderna, reciente, forjada a la
velocidad frenética de los bits y de la banda ancha.
Cuentan esos mentideros
digitales, desde hace años, que en una zona del sur de San José, en California,
conocida como Hicks Road, habita una
inquietante colonia de gente pálida que vive al margen de la sociedad. Su
origen no está claro. Se especula con que podrían ser víctimas de experimentos
genéticos desarrollados en algún laboratorio de la zona; de miembros de una
misteriosa sociedad cultural de origen sueco con ciertos fines nada claros, o
de los supervivientes de una extraña organización religiosa que durante décadas
desarrolló no muy lejos de allí –en la cercana ciudad de Santa Cruz– sus
oscuras actividades…
Se cree que la leyenda
surgió en torno a los años setenta. Desde entonces, son numerosos los rumores
sobre encuentros fortuitos con aquella gente. Los testigos los describen
siempre destacando la palidez de sus rostros; hablan de ojos enrojecidos, de
comportamientos violentos, irracionales; de persecuciones homicidas sin que
previamente haya mediado una sola palabra...
La narración más
habitual es la que sitúa el encuentro de noche, en mitad del bosque. La víctima
pasea a pie, o en coche, ajena a la amenaza que se cierne sobre ella. Los
pálidos sangrientos aparecen como de la nada, sin aviso previo. En uno de esos
relatos, surgen después de que los ocupantes de un coche crean haber
atropellado a un ciervo blanco. Varios de aquellos individuos acuden
inmediatamente, sacan de debajo del vehículo el cuerpo de su compañero mientras
los del coche observan todo petrificados, inmóviles, más que perplejos. En
otras ocasiones, tras el encuentro, se inicia esa persecución implacable de la
que hablábamos, y que no termina hasta que la víctima es neutralizada o logra
escapar tras una carrera angustiosa. Hay quien dice que pueden ir armados, con
palos o hachas improvisados con materiales de deshecho, o incluso armas de
fuego. Se dice que alguna vez han disparado ante el temor de que la víctima se
les escape.
Quienes vinculan su
presencia en aquella zona a misteriosos cultos satánicos creen que la cacería
se lleva a cabo para satisfacer algún tipo de ritual. Hay un puente, incluso,
que se cree maldito por ellos, y que es capaz de llevar a la muerte inmediata a
aquel que haya tenido la desgracia de escribir, o ver escrito, su nombre sobre
él. Según otras teorías, se trata de una raza de caníbales en busca de
alimento, aunque los escépticos aleguen que esta creencia se sustenta meramente
en conjeturas, tan extrañas, a su vez, como la gran cantidad de huesos de animales
que pueden encontrarse esparcidos por la zona y para los que no hay tampoco una
explicación razonable.
Es lo que ocurre con
otras teorías e hipótesis que se han querido barajar al respecto: todas acaban
en un nuevo laberinto, en un nuevo callejón sin salida o en un nuevo misterio.
Así sucede con la
posible relación del fenómeno con las abundantes colonias de vagabundos que
existen por la zona. O con esa misteriosa sociedad sueca con sede no muy lejos
de allí, de la que hablábamos al principio ‒y que oficialmente no es más que un
club cultural, de fomento y promoción de las raíces suecas de muchos vecinos de
la comarca con orígenes en aquel país europeo, pero que despierta ciertas
suspicacias entre algunos vecinos no se sabe muy bien por qué‒, o, sobre todo,
con esa enigmática organización religiosa de Santa Cruz a la que aludíamos
también al principio de este artículo.
Merece, esta última, un
poco más de atención.
Se trata, en realidad,
de una secta que fue fundada en 1919 por un excéntrico personaje, ex pastor
evangélico, de nombre William E. Riker. Se hacía llamar “La Ciudad Sagrada” ‒The
Holy City, en inglés‒, y proponía una forma de vida, de acceso a la santidad,
basada en diversas enseñanzas que incluían el celibato, la abstinencia, la vida
en comunidad y otras más controvertidas –próximas al nazismo, a las ideas de
Adolf Hitler–, como la segregación racial o el supremacismo blanco.
Entre sus
peculiaridades, el complejo de ocio y diversión que construyeron junto a una
importante vía de comunicación y que incluía gasolinera, restaurante, pistas de
baile y hasta un zoo con animales, con el fin de atraer turistas y conseguir
nuevas incorporaciones a la comunidad.
Ni que decir tiene que
las gentes de raza negra tenían prohibida la entrada al lugar. La conexión con
el nazismo, y hasta con el Ku Klux Klan, era algo reconocido y patente; el
propio Riker se reconocía a sí mismo como admirador del dictador alemán. Era
habitual verle celebrar allí siniestras ceremonias llenas de cruces llameantes,
encapuchados con mantón blanco y sombrero de pico elevados sobre sus caballos,
además de otras que tenían lugar en un ambiente más privado y lejos de las
miradas externas.
Durante décadas, la
polémica organización se vio envuelta en numerosos escándalos. Hubo varias
muertes, algunas de ellas nunca aclaradas; el líder, William E. Riker,
propugnaba desde el púlpito la abstinencia y la humildad mientras se rodeaba de
lujos y aprovechaba su cargo al frente del grupo para lograr beneficios
sexuales y aprovecharse del sometimiento y aislamiento en el que se mantenían
allí hombres y mujeres.
Llegó a participar en
unas elecciones a gobernador del estado, pero sin ningún tipo de éxito.
En 1966, poco antes de
que comenzaran a surgir las leyendas de los pálidos sangrientos, el líder de
aquel grupo daba un giro inesperado a esta historia y se convertía al
catolicismo.
Muchos se preguntaban
si con ese gesto intentaba escapar de algo; si trataba de buscar protección en
una organización más fuerte –y también llena de sombras, como lo es la iglesia
católica– frente a sus excesos y presuntos crímenes atroces.
Moría poco después, en
el año 1969.
“La Ciudad Sagrada”,
sus restos, quedarían a partir de entonces abandonados para siempre;
convertidos en ruinas, deshechos, testigos mudos de una serie de
acontecimientos tan inquietantes como delirantes, y custodios, de alguna forma,
de los secretos de aquella secta.
Muchos se han
preguntado desde entonces si aquello podría haber tenido algo que ver con la
leyenda sobre aquella otra supuesta colonia maldita.
¿Podían ser los pálidos
sangrientos víctimas de las atrocidades de Riker? ¿Seres aniquilados física, mental y moralmente; supervivientes de los abusos de aquel despiadado personaje; o
fantasmas, espectros, que pese a la muerte física, hubieran quedado adheridos
contra su voluntad a aquellos bosques, a aquel territorio maldito en el que
tanto habían sufrido?
Sus gritos ‒porque las
apariciones y fenomenología en Hicks Road no se limitan a lo visual‒ se
escuchan también a menudo, y el tono, y la forma en que se manifiestan, dan
testimonio de que algo terrible, violento, parece estar detrás de ellos.
Lo que sí que es seguro
es que nadie, por muy escéptico que sea, camina tranquilo, de noche, por
aquellos parajes. Ninguna explicación racional es capaz de tranquilizar a quien
se ve entonces sorprendido por cualquier sombra en movimiento, por cualquier
extraño resplandor, o ruido, empeñado en hacer que cualquiera de aquellos
rumores, o «leyendas», cobren vida inesperadamente…
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