miércoles, 20 de julio de 2022

LA LEYENDA DE LOS PÁLIDOS SANGRIENTOS DE SAN JOSÉ, CALIFORNIA

 


Solemos calificar ciertos hechos de «leyendas» con el fin de restarle importancia a sus implicaciones más terroríficas. La realidad ‒sabemos en el fondo‒ es mucho más compleja de lo que nos gustaría en ciertas ocasiones, cuando, caída la noche, la oscuridad y el silencio nos sorprenden en algún paraje solitario, agreste, lejos de la civilización y de sus luces y ajetreos cotidianos…

Esto que venimos a contarles es una de esas «leyendas», o eso dicen.

Una leyenda urbana, que es como decir que se trata de una leyenda moderna, reciente, forjada a la velocidad frenética de los bits y de la banda ancha.

Cuentan esos mentideros digitales, desde hace años, que en una zona del sur de San José, en California, conocida como Hicks Road, habita una inquietante colonia de gente pálida que vive al margen de la sociedad. Su origen no está claro. Se especula con que podrían ser víctimas de experimentos genéticos desarrollados en algún laboratorio de la zona; de miembros de una misteriosa sociedad cultural de origen sueco con ciertos fines nada claros, o de los supervivientes de una extraña organización religiosa que durante décadas desarrolló no muy lejos de allí –en la cercana ciudad de Santa Cruz– sus oscuras actividades…

Se cree que la leyenda surgió en torno a los años setenta. Desde entonces, son numerosos los rumores sobre encuentros fortuitos con aquella gente. Los testigos los describen siempre destacando la palidez de sus rostros; hablan de ojos enrojecidos, de comportamientos violentos, irracionales; de persecuciones homicidas sin que previamente haya mediado una sola palabra...

La narración más habitual es la que sitúa el encuentro de noche, en mitad del bosque. La víctima pasea a pie, o en coche, ajena a la amenaza que se cierne sobre ella. Los pálidos sangrientos aparecen como de la nada, sin aviso previo. En uno de esos relatos, surgen después de que los ocupantes de un coche crean haber atropellado a un ciervo blanco. Varios de aquellos individuos acuden inmediatamente, sacan de debajo del vehículo el cuerpo de su compañero mientras los del coche observan todo petrificados, inmóviles, más que perplejos. En otras ocasiones, tras el encuentro, se inicia esa persecución implacable de la que hablábamos, y que no termina hasta que la víctima es neutralizada o logra escapar tras una carrera angustiosa. Hay quien dice que pueden ir armados, con palos o hachas improvisados con materiales de deshecho, o incluso armas de fuego. Se dice que alguna vez han disparado ante el temor de que la víctima se les escape.

Quienes vinculan su presencia en aquella zona a misteriosos cultos satánicos creen que la cacería se lleva a cabo para satisfacer algún tipo de ritual. Hay un puente, incluso, que se cree maldito por ellos, y que es capaz de llevar a la muerte inmediata a aquel que haya tenido la desgracia de escribir, o ver escrito, su nombre sobre él. Según otras teorías, se trata de una raza de caníbales en busca de alimento, aunque los escépticos aleguen que esta creencia se sustenta meramente en conjeturas, tan extrañas, a su vez, como la gran cantidad de huesos de animales que pueden encontrarse esparcidos por la zona y para los que no hay tampoco una explicación razonable.

Es lo que ocurre con otras teorías e hipótesis que se han querido barajar al respecto: todas acaban en un nuevo laberinto, en un nuevo callejón sin salida o en un nuevo misterio.

Así sucede con la posible relación del fenómeno con las abundantes colonias de vagabundos que existen por la zona. O con esa misteriosa sociedad sueca con sede no muy lejos de allí, de la que hablábamos al principio ‒y que oficialmente no es más que un club cultural, de fomento y promoción de las raíces suecas de muchos vecinos de la comarca con orígenes en aquel país europeo, pero que despierta ciertas suspicacias entre algunos vecinos no se sabe muy bien por qué‒, o, sobre todo, con esa enigmática organización religiosa de Santa Cruz a la que aludíamos también al principio de este artículo.

Merece, esta última, un poco más de atención.

Se trata, en realidad, de una secta que fue fundada en 1919 por un excéntrico personaje, ex pastor evangélico, de nombre William E. Riker. Se hacía llamar “La Ciudad Sagrada” ‒The Holy City, en inglés‒, y proponía una forma de vida, de acceso a la santidad, basada en diversas enseñanzas que incluían el celibato, la abstinencia, la vida en comunidad y otras más controvertidas –próximas al nazismo, a las ideas de Adolf Hitler–, como la segregación racial o el supremacismo blanco.

Entre sus peculiaridades, el complejo de ocio y diversión que construyeron junto a una importante vía de comunicación y que incluía gasolinera, restaurante, pistas de baile y hasta un zoo con animales, con el fin de atraer turistas y conseguir nuevas incorporaciones a la comunidad.

Ni que decir tiene que las gentes de raza negra tenían prohibida la entrada al lugar. La conexión con el nazismo, y hasta con el Ku Klux Klan, era algo reconocido y patente; el propio Riker se reconocía a sí mismo como admirador del dictador alemán. Era habitual verle celebrar allí siniestras ceremonias llenas de cruces llameantes, encapuchados con mantón blanco y sombrero de pico elevados sobre sus caballos, además de otras que tenían lugar en un ambiente más privado y lejos de las miradas externas.

Durante décadas, la polémica organización se vio envuelta en numerosos escándalos. Hubo varias muertes, algunas de ellas nunca aclaradas; el líder, William E. Riker, propugnaba desde el púlpito la abstinencia y la humildad mientras se rodeaba de lujos y aprovechaba su cargo al frente del grupo para lograr beneficios sexuales y aprovecharse del sometimiento y aislamiento en el que se mantenían allí hombres y mujeres.

Llegó a participar en unas elecciones a gobernador del estado, pero sin ningún tipo de éxito.

En 1966, poco antes de que comenzaran a surgir las leyendas de los pálidos sangrientos, el líder de aquel grupo daba un giro inesperado a esta historia y se convertía al catolicismo.

Muchos se preguntaban si con ese gesto intentaba escapar de algo; si trataba de buscar protección en una organización más fuerte –y también llena de sombras, como lo es la iglesia católica– frente a sus excesos y presuntos crímenes atroces.

Moría poco después, en el año 1969.

“La Ciudad Sagrada”, sus restos, quedarían a partir de entonces abandonados para siempre; convertidos en ruinas, deshechos, testigos mudos de una serie de acontecimientos tan inquietantes como delirantes, y custodios, de alguna forma, de los secretos de aquella secta.

Muchos se han preguntado desde entonces si aquello podría haber tenido algo que ver con la leyenda sobre aquella otra supuesta colonia maldita.

¿Podían ser los pálidos sangrientos víctimas de las atrocidades de Riker? ¿Seres aniquilados física,  mental y moralmente; supervivientes de los abusos de aquel despiadado personaje; o fantasmas, espectros, que pese a la muerte física, hubieran quedado adheridos contra su voluntad a aquellos bosques, a aquel territorio maldito en el que tanto habían sufrido?

Sus gritos ‒porque las apariciones y fenomenología en Hicks Road no se limitan a lo visual‒ se escuchan también a menudo, y el tono, y la forma en que se manifiestan, dan testimonio de que algo terrible, violento, parece estar detrás de ellos.

Lo que sí que es seguro es que nadie, por muy escéptico que sea, camina tranquilo, de noche, por aquellos parajes. Ninguna explicación racional es capaz de tranquilizar a quien se ve entonces sorprendido por cualquier sombra en movimiento, por cualquier extraño resplandor, o ruido, empeñado en hacer que cualquiera de aquellos rumores, o «leyendas», cobren vida inesperadamente…

 

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