Cuenta Frank J. Swetz en su libro Legacy of Luoshu que los cuadrados mágicos más antiguos que tenemos registrados aparecieron en China en torno al siglo IV a. de C. La leyenda asegura que su origen hunde sus raíces en los tiempos míticos, cuando una tortuga salió del río Amarillo ‒el río sagrado de la antigua China‒ y mostró a un antiguo rey su caparazón lleno de extraños símbolos.
Aquellos símbolos, según revelan ciertos grabados, no eran más que números dispuestos en nueve casillas en lo que los expertos denominan hoy un cuadrado mágico de grado 3, en la que la suma de cualquiera de sus filas, horizontal, vertical o diagonalmente, da como producto el 15.
A Occidente llegarán mucho más tarde, a través del mundo árabe. Los cuadrados mágicos y sus enigmáticas relaciones numéricas fascinarán a magos y pensadores que verán en ellos representaciones de los misterios del mundo, de la divinidad y de la trascendencia; gráficos que muestran visualmente la existencia de una verdad invisible, perfecta, más allá de las apariencias materiales del mundo.
Serán usados y fabricados en Europa, sobre todo a partir del siglo XV. Son muy conocidos en el mundo mágico los que aparecen en el célebre grimorio de Abramelin ‒redescubierto en el siglo XX por Mathers‒; antes, su presencia, aunque sea de manera indirecta, se intuye en otros cuadrados no numéricos pero que guardan en sí algo de la esencia de aquellos otros, como el muy conocido por quienes sigan esta página, y su hermana en papel, la revista Enigmas Misteriosos & Inexplicables ‒el laberinto del rey Silo‒ o aquel otro conocido como SATOR AREPO TENET OPERA ROTAS.
Este, precisamente ‒y de alguna manera, también, el de Silo‒ abre una brecha en esa teoría oficial acerca del origen oriental de los cuadrados. Se tiene constancia de su presencia en el mundo romano, concretamente en Pompeya, en torno al I a. de C.; para el esoterista Matyla Ghyka, autor del impenetrable El número de oro, no es más que un hechizo talismánico orientado a logros de amor. Este mismo autor sitúa el origen de este tipo de artilugios en Egipto, vinculados a los cánticos y oraciones de sus sacerdotes y el poder de la palabra, que a su vez, y a través del ritmo, nos lleva a la música y, con ello, a las matemáticas, pudiendo sugerir, tal vez, que no se trate de cuadrados diferentes a los surgidos en China sino precisamente al mismo tipo representado con letras en lugar de números. Y esto nos llevaría a la cábala, y por medio de ella, al pitagorismo.
El propio Swetz, con el que comenzábamos este texto, se pregunta cómo es posible que unas ideas tan pitagóricas como las que aparecen en ese primer cuadrado mágico del río Amarillo no aparecieran antes en Europa. Y de nuevo, como tantas otras veces, habremos de responderle al maestro que tal vez la respuesta sea sencilla: que no haya restos materiales, ni documentación relativa a algo, no supone la inexistencia de ese algo sino, más bien, la inexistencia solo y únicamente de las pruebas en sí…
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