Uno de los personajes más importantes de toda la Antigüedad nació en España, en la provincia romana de la Gallaecia, en torno a mediados del siglo IV d. C.
De familia acomodada, respetable, decidió, de
muy joven, poner al servicio de la Iglesia sus grandes dotes intelectuales, su
carisma, y no tardó mucho en acceder al cargo de obispo.
Ilustración perteneciente a la obra El vestido de los antiguos habitantes de las islas británicas, de S.R. Meyrick y C.H. Smith (1815) |
Cuentan que durante un viaje a Burdeos, donde
había sido enviado años atrás para estudiar retórica, entró en contacto con una
secta de corte gnóstico y recibió las enseñanzas de un misterioso mago
procedente de Memphis, la mítica Memphis egipcia, que le reveló los secretos y
arcanos de la tierra de los faraones.
Es de ahí, nos dicen las fuentes, de donde parecía
provenir el carácter herético de sus prédicas; también el nerviosismo que
comenzó a provocar entre sus otros compañeros obispos y el éxito, curiosamente,
que comenzó a cosechar entre sus feligreses.
Dicen que su especial interpretación del
cristianismo seducía por igual a hombres y a mujeres, a simples esclavos y a
hombres ricos, poderosos, de toda Hispania, y que en sus misas todos tenían un
papel relevante que se escogía por azar, sorteando quién iba a oficiar la Eucaristía,
quién iba a leer las Sagradas Escrituras o quién iba a administrar la Comunión.
También que su gnosticismo –para quien no lo
sepa, esa corriente religiosa que hizo furor en los comienzos del cristianismo
y que pretendía conciliar la fe en Cristo, el neoplatonismo y la magia de la antigua
Persia– mantenía estrechos vínculos con las antiguas religiones de Hispania;
con el celtismo todavía entonces presente en aquellas tierras, como dice
Menéndez y Pelayo en su Historia de los
heterodoxos españoles, y con esa conexión que no se ha perdido por el paso
de los siglos y que sigue viva en determinadas costumbres y tradiciones y que
conecta ese antiguo palpitar hispano hacia los bosques sagrados, las piedras en
forma de megalitos y el culto a la diosa-madre trasmutado en culto mariano.
Algo nos dice que Prisciliano, más que traer a
Hispania nada de fuera, lo que hizo fue servir de amplificador de una pulsión
que ya existía allí y que sobrevivió durante la romanización pese a las
imposiciones de los conquistadores.
La gente solo estaba dispuesta a arrodillarse
ante los nuevos dioses si estos no les obligaban a renunciar a sus antiguas
costumbres; si se les seguía permitiendo caminar descalzos y libremente por los
prados y los bosques; si los ritos se celebraban como se habían celebrado
siempre –de noche y a la luz de la luna, en lugares apartados–; si no se
anatematizaba el sexo, que había sido siempre algo sagrado, como todo lo
natural que les rodeaba, y si no se les prohibía seguir leyendo su destino en
el movimiento de los astros, las estrellas o el vuelo de las aves rapaces.
Esta manga ancha, esta permisividad se acabó con
la llegada del nuevo culto monoteísta.
Tras muchas denuncias, concilios, debates en el
seno de la iglesia con la participación del propio Prisciliano –que nunca
eludió dar la cara–, los altos dignatarios del culto oficial decidieron que
aquella herejía no podía ir a más.
En el año 385, tras un último juicio en Tréveris
–en la actual Alemania–, Prisciliano y varios de sus correligionarios eran
condenados a muerte por herejía.
Serían los primeros cristianos ajusticiados por
su heterodoxia.
El apóstol Santiago. |
Su cuerpo, reclamado en Hispania, pasaría a
convertirse en una reliquia para quienes todavía tenían esperanzas de celebrar
la trascendencia a su manera.
Se dice que su tumba permanece oculta bajo la
hierba húmeda, los helechos y el musgo de alguno de aquellos ancestrales
bosques sagrados. Hay quien apuesta a que se oculta bajo alguna enorme piedra.
Otros, nosotros incluidos, apostamos a que reposa bajo la mole pétrea de la
catedral de Santiago, sometido a la
disciplina de la fe única y atado a la sospechosa advocación de ese otro
santo escurridizo: Santiago el Mayor…
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