lunes, 16 de mayo de 2022

MORADORES DEL NO-MUNDO (Parte VI): PRISCILIANO, EL SANTO PAGANO DE LOS ATLANTES

Uno de los personajes más importantes de toda la Antigüedad nació en España, en la provincia romana de la Gallaecia, en torno a mediados del siglo IV d. C.

De familia acomodada, respetable, decidió, de muy joven, poner al servicio de la Iglesia sus grandes dotes intelectuales, su carisma, y no tardó mucho en acceder al cargo de obispo.

Ilustración perteneciente a la obra El vestido de los antiguos habitantes de las islas británicas, de S.R. Meyrick y C.H. Smith (1815)

Cuentan que durante un viaje a Burdeos, donde había sido enviado años atrás para estudiar retórica, entró en contacto con una secta de corte gnóstico y recibió las enseñanzas de un misterioso mago procedente de Memphis, la mítica Memphis egipcia, que le reveló los secretos y arcanos de la tierra de los faraones.

Es de ahí, nos dicen las fuentes, de donde parecía provenir el carácter herético de sus prédicas; también el nerviosismo que comenzó a provocar entre sus otros compañeros obispos y el éxito, curiosamente, que comenzó a cosechar entre sus feligreses.

Dicen que su especial interpretación del cristianismo seducía por igual a hombres y a mujeres, a simples esclavos y a hombres ricos, poderosos, de toda Hispania, y que en sus misas todos tenían un papel relevante que se escogía por azar, sorteando quién iba a oficiar la Eucaristía, quién iba a leer las Sagradas Escrituras o quién iba a administrar la Comunión.

También que su gnosticismo –para quien no lo sepa, esa corriente religiosa que hizo furor en los comienzos del cristianismo y que pretendía conciliar la fe en Cristo, el neoplatonismo y la magia de la antigua Persia– mantenía estrechos vínculos con las antiguas religiones de Hispania; con el celtismo todavía entonces presente en aquellas tierras, como dice Menéndez y Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles, y con esa conexión que no se ha perdido por el paso de los siglos y que sigue viva en determinadas costumbres y tradiciones y que conecta ese antiguo palpitar hispano hacia los bosques sagrados, las piedras en forma de megalitos y el culto a la diosa-madre trasmutado en culto mariano.

Algo nos dice que Prisciliano, más que traer a Hispania nada de fuera, lo que hizo fue servir de amplificador de una pulsión que ya existía allí y que sobrevivió durante la romanización pese a las imposiciones de los conquistadores.

La gente solo estaba dispuesta a arrodillarse ante los nuevos dioses si estos no les obligaban a renunciar a sus antiguas costumbres; si se les seguía permitiendo caminar descalzos y libremente por los prados y los bosques; si los ritos se celebraban como se habían celebrado siempre –de noche y a la luz de la luna, en lugares apartados–; si no se anatematizaba el sexo, que había sido siempre algo sagrado, como todo lo natural que les rodeaba, y si no se les prohibía seguir leyendo su destino en el movimiento de los astros, las estrellas o el vuelo de las aves rapaces.

Esta manga ancha, esta permisividad se acabó con la llegada del nuevo culto monoteísta.

Tras muchas denuncias, concilios, debates en el seno de la iglesia con la participación del propio Prisciliano –que nunca eludió dar la cara–, los altos dignatarios del culto oficial decidieron que aquella herejía no podía ir a más.

En el año 385, tras un último juicio en Tréveris –en la actual Alemania–, Prisciliano y varios de sus correligionarios eran condenados a muerte por herejía.

Serían los primeros cristianos ajusticiados por su heterodoxia.

El apóstol Santiago.

Su cuerpo, reclamado en Hispania, pasaría a convertirse en una reliquia para quienes todavía tenían esperanzas de celebrar la trascendencia a su manera.

Se dice que su tumba permanece oculta bajo la hierba húmeda, los helechos y el musgo de alguno de aquellos ancestrales bosques sagrados. Hay quien apuesta a que se oculta bajo alguna enorme piedra. Otros, nosotros incluidos, apostamos a que reposa bajo la mole pétrea de la catedral de Santiago, sometido a la  disciplina de la fe única y atado a la sospechosa advocación de ese otro santo escurridizo: Santiago el Mayor


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