Hemos asumido como algo completamente natural el que la medianoche sea la hora de los fantasmas, de las apariciones, de la magia y de lo sobrenatural, olvidando, sin embargo, que no siempre fue así.
En Los demonios del mediodía, el autor francés Roger Caillois hace un examen exquisito a esta realidad mitológica que ha terminado por perderse; que solo subsiste en la literatura más antigua; en algunas ideas inconscientes; en ciertos recodos de la memoria colectiva.
En el pasado, nos dice, la medianoche era un concepto inexistente. ¿Cómo saber dónde se situaba la mitad de ese periodo de oscuridad sin la ayuda de los relojes? El mediodía era una realidad más asequible. Era, en cierto modo, el único momento del día reconocible, cuando el sol se situaba en lo más alto del cielo y ‒he aquí, quizá, lo más importante‒ la sombra desaparecía bajo nuestros pies y nos abandonaba durante algunos instantes.
La ausencia de sombra, nos dice Caillois, podría haber sido precisamente la principal razón de que a aquel momento de cada día se le adjudicaran cualidades mágicas. Es un fenómeno rodeado de cualidades espirituales; una suerte de alter ego negativo del hombre; para los pueblos antiguos, su alma reversa, misteriosa y oscura, en contraposición a la luz que emana del Sol.
Los demonios del mediodía, de Roger Caillois, en su edición en castellano editada por Siruela. |
Como sea, la hora del mediodía se convirtió pronto, para los antiguos, en un momento lleno de significaciones oscuras. Era una hora peligrosa, de letargo y pausa de los sentidos ‒una hora de quietud, de silencio; la hora de la siesta‒ donde se abrían ciertas puertas invisibles y donde actuaban, libres, ciertos demonios y entidades oscuras.
Las sirenas, por ejemplo, formaron parte de este elenco amenazante. También las ninfas, a través de cuyo baile, creían los griegos, se detenía el tiempo en esa hora fatídica. Era peligroso andar, caminar, durante aquellos momentos. En Creta se aconsejaba a los niños no salir de casa durante el mediodía; sobre todo, había que evitar las fuentes, los manantiales y arroyos o la sombra de ciertos árboles. Era la hora preferida de los vampiros, de los chupadores de sangre; íncubos o súcubos que aprovechaban el letargo de sus víctimas para absorber sus fluidos vitales, de los que andan siempre tan necesitados…
Con el tiempo, todos ellos ‒demonios, ninfas, sirenas o vampiros‒ acabaron por abandonar las horas centrales del día para acogerse al territorio de la noche. Desde entonces, hemos asumido como algo perfectamente natural el asociarlos con la oscuridad y el supuesto silencio de la noche (¡que le pregunten a cualquier montañero o excursionista si ese silencio nocturno existe verdaderamente!).
Así que ya lo han oído; advertidos quedan: cuídense del mediodía, de sus peligros; de los demonios que pueden abordarles en el momento exacto en el que el sol está en lo más alto y la sombra desaparece…
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