por Marcus Polvoranca
Todos
los buenos amantes del misterio conocen de sobra la existencia de míticas
maldiciones como la que dicen que pesa sobre la
tumba de Tutankamón, o la que Jacques de Molay, el ilustre último Gran
maestre de la orden de los templarios, lanzó sobre sus enemigos en el momento
de su ejecución. Son ejemplos de cómo este tipo de sortilegios, pertenecientes,
en principio, al ámbito exclusivamente de la superstición, cobran vida más allá
del presunto escepticismo oficial con que dice regirse la gente, y
aprovechándose, quizá, de ese río subterráneo que recorre nuestros más
recónditos pensamientos ‒ese refugio secreto, insondable, que es el
subconsciente‒ atrapan como ninguna otra cosa nuestra atención, y nos hacen
temblar de miedo con la sola mención de la palabra que los define.
Es
el caso, por ejemplo, de la maldición que ha llevado a los habitantes de un
pueblo de Irlanda a rechazar cualquier empleo que tenga que ver con la
construcción de una farmacéutica en los terrenos ocupados, a decir de sus
leyendas, por toda clase de hadas y duendes. En realidad, por lo que dicen los
arqueólogos, se trata simplemente de una ciudadela fortificada de la Edad del
Hierro, que como muchas de las construcciones de aquella época ‒que siembran
gran parte del territorio europeo, muchas de ellas en Irlanda‒ pasaron a lo largo
de innumerables generaciones sin poder...
ser adjudicadas más que a los misteriosos habitantes del pasado que poblaron aquellas tierras, para finalmente, folklore de por medio, ser convertidas en hogares de seres fantásticos ‒no en vano‒ también escenario de innumerables avistamientos OVNI, antes apariciones de vírgenes y fantasmas de todo tipo.
ser adjudicadas más que a los misteriosos habitantes del pasado que poblaron aquellas tierras, para finalmente, folklore de por medio, ser convertidas en hogares de seres fantásticos ‒no en vano‒ también escenario de innumerables avistamientos OVNI, antes apariciones de vírgenes y fantasmas de todo tipo.
Otra
leyenda que en este sentido me fascina, es la que ha llevado a los propietarios
de dos fragmentos de una misma estela asiria ‒la encontrada en 1897 en la
antigua ciudad de Dur-Katlimmu (actual Siria)‒, a mantener durante décadas la
distancia necesaria para que ambos fragmentos no lleguen a juntarse, no vaya a
ser que la maldición que pesa sobre ellas ‒sobre la estela en conjunto‒ vaya a
ponerse definitivamente en marcha.
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Al
parecer, dicha maldición ‒que aparece consignada en la roca en caracteres
cuneiformes‒ amenaza específicamente a quien osare a separar la estela de su
ubicación original con toda la furia de la que los dioses antiguos ‒los dioses
asirios, de largas barbas y aspecto terrible‒ fueran capaces de lanzar.
Evidentemente,
aunque seguramente los expertos del British Museum ‒propietarios de uno de los
fragmentos‒, con su vasta cultura y presumible formación escéptica, tendrán
otras razones de peso para postergar la compra del fragmento que completa la
estela ‒en manos de un coleccionista privado‒ no cabe duda de que la maldición,
de alguna u otra manera, estará también presente en aquella dilatada ‒y de otra
manera difícilmente explicable‒ obligada separación.
Pero
si de maldiciones «chungas» ‒como decimos en España‒, o enrevesadas, se trata,
la que se lleva la palma es la del Tesoro de Karum o Tesoro de Creso, hallado
en 1965 en el oeste de Turquía y perteneciente a un enigmático pueblo que
habitó allí en la Edad del Hierro, el pueblo lidio.
Además
de las muertes y extraños sucesos que les depararon a algunos de los
participantes y saqueadores que estuvieron implicados en el descubrimiento y
posterior distribución por medio mundo de las piezas, el tesoro es reconocido
por haber estado en medio de una disputa que durante varios años mantuvieron
las autoridades turcas y el Museo Metropolitano de Nueva York, que había
comprado parte de aquel hallazgo, como colofón a lo que quienes vivían cerca
del yacimiento, al ver cómo se desenterraban las primeras piezas, consideraron
como un objeto maldito.
Para
terminar ‒una vez aclarado, eso sí, que el museo de Nueva York tuvo que
devolver finalmente a Turquía las piezas adquiridas‒, no podemos cerrar este artículo
sin mencionar las dos últimas maldiciones que completan ese número de cinco que
al comenzar a hablar de este apasionante tema ‒en el título‒ nos atrevíamos a
prometer.
Van
al final, y en forma de conjunto, porque al contrario que las anteriores ‒donde
los infortunios, los accidentes, y diferentes episodios de «mala pata» aparecen
de alguna manera inscritos en su pasado, su historial como reliquias, u objetos
antiguos‒ en estos la maldición se ha quedado como un adorno, que en un caso la
estadística, y en otro, la pura ciencia, han terminado por desmitificar.
El
primero es el por otra parte majestuoso sarcófago del rey fenicio Ahiram de
Biblos, descubierto en 1923 y actualmente ‒si las guerras no lo han destruido‒
expuesto en el museo de Beirut, en el Líbano. Una magnífica maldición advierte
a los posibles saqueadores de los peligros que pueden cernirse sobre ellos si
se atreven a robar el sarcófago, cosa que, lamentablemente, ha ocurrido en
varias ocasiones, sin que ‒al menos que se sepa‒ haya caído ninguna pesada piedra
sobre nadie (la inscripción, en cualquier caso, es una maravilla de la
filología por suponer uno de los pocos ejemplos de alfabeto fenicio completos
que existen).
El
segundo de los ejemplos de maldiciones «malditas» ‒si se nos permite la
expresión redundante‒ es el del sarcófago del rey polaco Casimiro IV Jaguellón,
que vivió entre 1427 y 1492, y cuyo descubrimiento ‒cuya apertura, mejor dicho,
de la tapa que lo protegía del paso de los tiempos, en 1973‒ terminaría con la
vida de no menos de 15 personas que habían participado en los trabajos, todo un
récord propio del mismísimo Tutankamón, con quien arrancábamos este artículo. Como
en el caso de aquel ilustre compañero egipcio, en el del polaco los hongos ‒una
especie de mortífero bichito que recibe el nombre de Aspergillus flavus‒ habría sido el desencadenante de tan terrible
cadena de decesos, fruto de la aplicación de resinas en el amortajamiento del
cadáver, por parte de los embalsamadores.
Tengan
cuidado, pues, amigos aspirantes a arqueólogos ‒o a saqueadores de tumbas, que
está la cosa actualmente muy mal y toda opción es comprensible‒ si el destino
les depara ser los elegidos para abrir uno de esos cofres prometedores. Podría
ser la puerta hacia la gloria eterna, o hacia el eterno descanso en manos de la despiadada muerte…
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